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El portero del prostíbulo.

  • Foto del escritor: Alonso Garza
    Alonso Garza
  • 13 sept 2019
  • 3 Min. de lectura

No siempre el conocimiento ayuda.



No había en el pueblo peor oficio que el de portero del prostíbulo. Pero ¿qué otra cosa podría hacer aquel hombre? Nunca había aprendido a leer ni a escribir, ni tenía otra actividad u oficio.

Un día se hizo cargo del prostíbulo un joven con inquietudes, creativo y emprendedor, que comenzó a modernizarlo. Tras varios cambios, citó al personal para darle nuevas instrucciones. Al portero, le dijo:

-A partir de hoy, además de estar en la puerta, usted registrará las personas que entren día a día, y anotará sus comentarios sobre nuestro servicio...

El hombre tembló, siempre había tenido disposición al trabajo, pero... -Me encantaría satisfacerlo, señor - balbuceó - pero... no sé leer ni escribir...

-¡Ah! ¡Cuanto lo siento!... ¡está despedido!

-Señor, por favor, trabajé aquí toda mi vida...

-Comprendo, pero no puedo hacer nada por usted. Lo indemnizaremos, para que tenga sustento hasta que encuentre trabajo. Lo lamento. Que tenga suerte...

Sin más, se dio vuelta y se fue.

El hombre sintió que el mundo se derrumbaba. Jamás había imaginado esa situación. Sin mucho ánimos regreso a su casa. Y sin nada que hacer comenzó a observar su casa. Le hacía falta mantenimiento. Trabajar todo el día como portero del hotel no le daba tiempo para hacer arreglos en su casa. Lo primero que quiso arreglar fue su comedor. La silla estaba rota y una pata de la mesa estaba a punto de quebrarse.

El inconveniente es que sólo tenía unos clavos oxidados y unas pinzas muy viejas, así que decidió usar parte del dinero para comprar una caja de herramientas. Como en el pueblo no había ferretería, debía viajar dos días en mula para poder realizar la compra. A su regreso, traía una muy completa caja de herramientas.

De inmediato, su vecino llamo a la puerta: -¿Tendrá un martillo para prestarme?

-Sí, lo acabo de comprar, y lo necesito para trabajar... como me quedé sin empleo...

-Bueno, se lo devolveré mañana muy temprano.

El portero accedió y le prestó su martillo.


A la mañana siguiente, como había prometido, regresó el vecino: -La verdad es que todavía necesito el martillo. ¿Me lo vende?

-Lo necesito para trabajar, y la ferretería está a dos días en mula...

-Hagamos un trato. Pagaré los días de ida y de vuelta, más el precio del martillo ¿Le parece?

-Acepto.

Montó su mula. De regreso, otro vecino esperaba en su casa:

-Hola, vecino. ¿Usted le vendió un martillo a nuestro amigo?

-Sí, así es...

-¿Sabe?, necesito unas herramientas, y puedo pagarle sus días de viaje, más una ganancia. No dispongo de tiempo para ir...

El ex-portero abrió su caja y el vecino eligió una pinza, un destornillador, un martillo y un cincel.


Fue entonces que se le ocurrió que mucha gente podría necesitar herramientas como las que había vendido. Además, si compraba más cosas por viaje, ahorraría mucho tiempo.


La voz comenzó a correr y muchos se beneficiaban evitando el viaje. Una vez por semana, viajaba y compraba lo que necesitaban sus clientes.

Alquiló un carretón para almacenar las herramientas y tiempo después, un cuarto, que se convirtió en la primera ferretería del pueblo. Todos compraban en su negocio.

Y ya no viajaba, los fabricantes le enviaban sus pedidos. Era un buen cliente. Con el tiempo, las comunidades cercanas preferían comprar en su ferretería y ganar dos días de marcha.

Un día, se le ocurrió que su amigo, el tornero, podría fabricar para el las cabezas de los martillos. ¿Y luego?, ¿por qué no?... Las tenazas, las pinzas, los cinceles... Más tarde fueron los clavos y los tornillos..

Sucedió que, en diez años, aquel hombre se transformó, con honestidad y trabajo, en un millonario fabricante de herramientas.

Y un día decidió donar una escuela al pueblo. Ahí, además de leer y escribir, se enseñarían las artes y oficios más prácticos de la época.

En la inauguración, el alcalde le entregó las llaves de la ciudad, lo abrazó, y dijo: - Concédanos el honor de estampar su firma en la primera hoja del libro de actas.

- El honor sería mío -dijo el hombre- me encantaría firmar allí, pero no sé leer ni escribir. Soy analfabeta.

- ¿Usted? - dijo el Alcalde, que no alcanzaba a creerlo. ¿Usted construyó un imperio industrial sin saber leer ni escribir?... Estoy asombrado. ¿Sabe dónde estaría si hubiera sabido leer y escribir?

- Claro que lo sé, si hubiera sabido leer y escribir ¡todavía estaría en el prostíbulo como portero!

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